¿Cómo cura la Psicoterapia Psicoanalítica?

La terapia psicoanalítica se inició hace 120 años como terapia individual. Después se ha hecho extensiva a las parejas, familias, grupos e instituciones, pero hoy hablaremos de la terapia individual, principalmente de adultos. El tema que nos convoca es cómo cura la terapia. Es decir, el proceso de curación. Sin embargo, hay una consideración previa para explicar cómo es una terapia.

La terapia individual la conforman dos personas: el paciente y el terapeuta, y el tipo de trabajo que ambos hacen se vehicula fundamentalmente a través de la palabra, aunque la comunicación no verbal también juega un papel muy importante en la comunicación inconsciente entre los protagonistas de la escena terapéutica.

Con esto quiero decir que la terapia psicoanalítica no utiliza fármacos u otros tipos de sustancias (aunque el paciente pueda tomarlas) ni hace masajes u otras aproximaciones corporales, como exploraciones, por ejemplo.

Y entonces, ¿cómo cura la terapia psicoanalítica? ¿Solo hablando? Pues, sí. Se trata de una conversación entre dos, diferente de la que se tendría con un amigo o un familiar, pero no deja de ser una conversación, un diálogo especial. De hecho, son una serie de conversaciones porque la terapia dura un tiempo, a menudo largo, se lleva a cabo siempre en el mismo lugar y en las mismas horas (si es posible) con una determinada frecuencia y con el pago de unos honorarios. Este tipo de requisitos respecto al tiempo, frecuencia y espacio de las sesiones son necesarios para que el proceso terapéutico se ponga en marcha.

Desde el punto de vista del paciente, la conversación no es espontánea ni se tiene con cualquiera: el paciente va a la consulta del terapeuta para hablar de las cosas que le preocupan. Por lo tanto, de entrada, se encuentra con un tipo de relación desigual. Él es el que tiene los problemas, o mejor dicho, él es quien habla de los problemas. El paciente a veces se siente molesto por esta desigualdad: parece como si el terapeuta no tuviera problemas y claro que los tiene. Pero si fuera el paciente quien escuchara la vida del terapeuta, no tendría demasiado sentido. Si va a la consulta y además paga, es porque la persona que lo escucha está allí para ayudarle y espera que sea un profesional preparado para hacerlo.

Respecto a este tema, la formación de un psicoanalista es larga y  costosa porque el terapeuta, además del estudio de teorías y años de práctica clínica supervisada por otro analista más experimentado, tiene que hacer un trabajo personal, un análisis, que le permita saber el efecto de sus palabras en el otro y saber escuchar analíticamente. Además, pasar por la experiencia de una terapia personal hace que, en gran medida, la posición del terapeuta ante el paciente sea empática, sin crítica y humilde.
El trabajo personal de los psicoanalistas también permite escuchar y entender al otro sin responder a demandas a veces poco terapéuticas. Por ejemplo, es frecuente que alguien que pide ayuda quiera consejo, que le digan que tiene que hacer frente a este o a aquel otro conflicto. En general, los profesionales no damos consejos, porque uno de los objetivos del análisis es que el individuo se cuestione y encuentre sus propias respuestas. El análisis personal del terapeuta es fundamental para poner en
marcha el proceso terapéutico con el paciente.

Así que, de momento, ya tenemos dos aspectos importantes para que pueda iniciarse este proceso: fijar unas reglas de juego respecto al tiempo, frecuencia y espacio donde se harán las sesiones, y las características de la formación del terapeuta y su actitud hacia el paciente.

Volvamos ahora al paciente. Cuando nunca se ha tenido la experiencia de pedir ayuda psicoterapéutica, el individuo no sabe con qué se encontrará, cómo le irá, si le servirá de algo o no, cómo será el psicólogo o médico que le atienda. Puede ser que tenga la información a través de alguien que ya conoce al terapeuta o el centro y entonces puede confiar o no en su criterio. En fin, con esto quiero decir que cuando alguien pide ayuda hay toda una serie de emociones e ideas previas al encuentro que de hecho ya están poniendo en marcha la terapia. Después vendrá la primera entrevista con el terapeuta.
Y si lo pensamos ahora desde el punto de vista del clínico, él tampoco conoce al paciente, solo sabe su nombre y ha oído un par de frases de lo que le pasa, si el paciente lo ha explicado antes por teléfono o bien se lo ha enviado otro profesional. La terapia es su trabajo y, en general, le gusta hacerlo y tiene la expectativa de poder ejercer su profesión con la persona con la que se encontrará, aunque no sabe cómo irá ni si será o no posible según los deseos o las necesidades de la persona que solicita ayuda, ni tampoco si el otro tendrá los recursos emocionales y económicos necesarios para que pueda iniciarse la terapia.

Con las expectativas de cada uno de los dos miembros de la pareja analítica se producirá el primer encuentro. ¿Será una buena experiencia? ¿Se producirá una decepción? ¿Estará el paciente tenso, a la defensiva? ¿Charlará por los codos? ¿No sabrá qué hace allí? ¿Se sentirá en un lugar familiar o en uno extraño? ¿Tendrá ganas de irse o se le hará corta la sesión? ¿Le caerá bien el terapeuta o le parecerá distante?¿Lo sentirá demasiado intrusivo con las preguntas que le hace o demasiado frío y poco sensible?
En la primera entrevista suele haber más ansiedad o miedo a lo desconocido, y, siempre que alguien se siente mal en ese primer encuentro, vale la pena esperar a la segunda o tercera entrevista para poder evaluar con el terapeuta qué es lo que está pasando.
Muy a menudo no estamos habituados a hablar de lo que nos pasa en relación con el otro. En cambio, en la terapia psicoanalítica sí se suele hacer, forma parte de la especificidad de la conversación. No solo se puede hablar de todo, sino que además es útil para el paciente que pueda hacerlo. ¿Por qué? Pues porque este es uno de los requisitos de la terapia: hablar lo más libremente posible de todo lo que nos pase por la mente, para intentar entenderlo. El analista, a medida que vaya escuchando al paciente sin prejuicios y sin prisas terapéuticas, conozca su manera de enfrentarse a los conflictos, su biografía, los problemas que va repitiendo, etcétera, irá entendiendo y encontrando un sentido a lo que le pasa y al porqué le pasa y se lo irá transmitiendo al paciente. Si el vínculo terapéutico funciona suficientemente bien, al cabo de un cierto tiempo el trabajo conjunto dará sus frutos y permitirá resolver buena parte del sufrimiento del paciente.

Entiendo que dicho así, parece un trabajo fácil por parte de ambos. Pero no lo es. Primero porque dejarse ir y hablar con alguien libremente de lo que te pasa por la cabeza no es tan sencillo, no se está habituado a ello, se necesita un tiempo para tener la confianza y también el entrenamiento de hacerlo. A veces no se sabe lo que se piensa ni si se está pensando en algo o no. Una persona se puede sentir mal y angustiada, pero puede que no sepa por qué ni qué emociones tiene. Efectivamente, una buena parte de nuestro psiquismo es inconsciente, desconocido para nosotros mismos, y llegar a asociar libremente es un objetivo que no se consigue así como así.

Poder confiar en el terapeuta, en su deseo de ayudarnos, en su capacidad de sostenernos cuando nos sentimos mal, a veces tampoco es fácil. Depende seguramente de nuestra experiencia previa con las figuras que nos han ido ayudando a lo largo de nuestra vida. Si no nos hemos sentido escuchados ni ayudados antes, probablemente nos costará más confiar y dejarnos ayudar.

Como veis, esta asimetría del vínculo con el terapeuta de la que os hablaba antes es otro aspecto fundamental en el proceso de cura. De hecho, es lo que hace que traspasemos al terapeuta buena parte de la experiencia positiva y negativa vivida con las personas que nos han cuidado cuando éramos niños. Este traspaso, que denominamos transferencia, es un elemento terapéutico de primera magnitud, un motor que pone en marcha el análisis de nuestras vivencias infantiles con la familia y permite resolver muchos de nuestros conflictos actuales. Ya podéis imaginar que buena parte de los conflictos que ahora empezamos a tener con el terapeuta no solo nos pueden pasar con él o con ella, sino que ya nos solían pasar con otras personas antes de iniciar el tratamiento. La diferencia es que ahora tenemos la posibilidad de analizarlos y entenderlos.
¿Y por qué sucede esto? Pues porque el ser humano tiende a repetir en la edad adulta los conflictos no resueltos en la infancia. La mayoría de estas repeticiones tienen la función de intentar resolver los conflictos vividos o por lo menos de entenderlos, como cuando una persona se queda pegada a un problema y no para de darle vueltas. Otras veces, si las experiencias vividas son demasiado traumáticas, el ser humano las repite como una manera de descargar la tensión o el horror vividos para liberar la tensión mental excesiva. Como las pesadillas repetitivas.

Pues bien, en la terapia se van repitiendo buena parte de los conflictos vividos, ya sea en una nueva reedición con la figura del terapeuta o repitiendo dichos conflictos con alguna otra persona del entorno y pudiendo explicárselos al terapeuta para encontrar un sentido a lo que está pasando. Así, hablando con él o con ella nos podremos dar cuenta, por ejemplo, de que siempre acabamos encontrando parejas que nos dejan, o teniendo conflictos con las figuras de autoridad, o estropeando un proyecto personal cuando está a punto de llevarse a cabo, etcétera.

Y del mismo modo que se repiten viejos conflictos, también se tiende a repetir las mismas estrategias mentales ante las nuevas situaciones que nos hacen sentir mal. Por ejemplo, cuando algo no nos gusta o no lo queremos hacer, podemos olvidarnos de hacerlo, ponernos enfermos, etcétera. O si la realidad nos muestra que la persona a la que amamos se comporta de una manera que nos duele, podemos no verlo, minimizar el conflicto, enfadarnos, culpabilizarnos, etcétera, para no tomar conciencia de la decepción que nos perturba. Son mecanismos de defensa utilizados desde antiguo para no sufrir y reticencias a conocer nuestras dolorosas verdades.

De todo ello se habla en la terapia. Ya veis que no es una conversación cualquiera. Pero no solo se habla, sino que, además, se siente y se vive la emoción. Y a veces se puede no tener ganas de saber de uno mismo y repetir esas viejas estrategias cuando nos acercamos a cosas que no nos gustan y que nos suceden en la vida: de esa manera, nos podemos olvidar de ir a terapia o no recordar nada durante la sesión, etcétera. El buen vínculo con el terapeuta hace que se superen buena parte de estas dificultades o resistencias al trabajo analítico. Pero a veces no es así y entonces hay personas que lo dejan correr e intentan buscar otro tipo de soluciones. Recapitulemos. Una vez iniciado el vínculo terapeuta-paciente y cuando se ha puesto en marcha el proceso terapéutico, es necesario que se instale entre los dos un clima de confianza e intimidad que permita al paciente soltarse y hablar confiadamente de las ideas que se le ocurren y al analista poder transmitirle lo que va entendiendo de las cosas que el paciente dice. Este clima se puede crear fácilmente o muy lentamente y con dificultades.

Depende mucho de las características del paciente, de su experiencia vital en el tipo de la relación que tiene con los demás, como ya hemos dicho antes. También es muy importante para crear esa intimidad la comunicación no verbal, casi siempre inconsciente, de los dos miembros de la pareja terapéutica.

Cuando alcanzan esta alianza, ambos irán encontrando sentido a los conflictos que van apareciendo, ya sean dificultades del paciente con el terapeuta, consigo mismo o con los demás. Poco a poco y entre los dos se irá entendiendo el funcionamiento psíquico del paciente y las raíces de sus propias reacciones. Al mismo tiempo, el interés del analista por la vida psíquica del paciente irá desarrollando en este la curiosidad sobre sí mismo que lo llevará a reflexionar y a observar sus pensamientos y actos fuera de la sesión, multiplicándose así el efecto terapéutico. Ahora bien, para seguir pensando en este proceso, ¿por qué es tan importante la infancia para los psicoanalistas? De hecho, la infancia no es importante solo para nosotros, sino que lo es para todo el mundo. Nacemos absolutamente inmaduros y dependientes de los otros dentro de una familia, de una pareja o de un padre o madre solteros que ya nos esperan y desean, si tenemos suerte. Además, ya antes de nacer se han hecho una idea de cómo seremos y tendrán unas expectativas sobre nosotros de las cuales, como es lógico, nada sabemos.
Los primeros años de nuestra vida crecemos y vivimos dentro de la familia todo tipo de situaciones incomprensibles, a menudo conflictivas, a veces traumáticas y otras enriquecedoras que intentamos entender o rechazamos desde los exiguos recursos de los que en ese momento disponemos. Debido a nuestra inmadurez e impotencia, la dependencia de los adultos a los que amamos es total. Por ejemplo, si la madre o figura principal de un bebé desaparece por un cierto periodo de tiempo, el desespero del bebé es inmenso. No tiene capacidad para imaginar el retorno de la madre ni posibilidades de anticipar su futuro inmediato. Las personas que han vivido situaciones traumáticas en el proceso de separación de la madre u otras figuras importantes, suelen tener después dificultades en los vínculos en la edad adulta e intensos sentimientos de vacío y en terapia pueden aparecer muchos tipos de dificultades en los periodos de separación analista-paciente en periodos de vacaciones o en interrupciones por otros motivos.
Otras situaciones traumáticas como el abuso sexual infantil, el sufrimiento a causa de enfermedades graves de uno mismo o de los padres o hermanos, el divorcio de los padres, las pérdidas de trabajo, de casa, etcétera, todas estas y otras situaciones de estrés emocional vividas en la infancia tienen una amplificación y unos efectos en la vida adulta posterior de difícil evaluación. Cuando no hay adultos que puedan amortiguar la intensidad de estas situaciones protegiéndolos, los niños construyen estrategias para evitar conflictos e intentan que no les lleguen emociones demasiado fuertes; en definitiva, se hacen prematuramente de padres de ellos mismos y se adaptan atológicamente a las situaciones traumáticas. Algunas cuestiones se superan y se integran en nuestra manera de hacer, pero otras no. Lo que valía para una determinada edad ya no vale para otra y cuando el individuo se hace adulto no encuentra recursos psíquicos saludables para salir adelante. A menudo estos mecanismos de defensa de los niños comportan la deformación o división del propio psiquismo. Al hacerse adultos, una parte de ellos, de amplitud variable, evoluciona y se desarrolla de forma adecuada a la realidad y la otra queda atrapada en los traumas o bien la parte inmadura mantiene un comportamiento autónomo y hace que los adultos lleven una doble ida. Si los traumas son muy intensos o muy tempranos, toda la personalidad está afectada y las dificultades son mayores. También hay personas que han tenido padres que las han consentido excesivamente, que no han podido ejercer de padres en este otro sentido, y esta falta de límites abandona y traumatiza a los niños tanto como el autoritarismo y el exceso de límites. Como seguramente ya estaréis pensando, la gravedad de los problemas que tiene el paciente es también un factor muy importante en el desarrollo de la terapia, ya que no es lo mismo que el paciente pueda sostener una vida más o menos adaptada a la realidad y que en esos momentos esté pasando por una crisis vital que el hecho de que su existencia gire alrededor de sus síntomas y no pueda hacer otra cosa. También es distinto si su malestar está relacionado con conflictos internos o externos, si afecta a un área de su vida o a toda la personalidad. Hay un abanico de posibilidades, desde individuos que han crecido con ciertas dificultades pero que han podido estructurarse con una fortaleza suficiente para tener recursos emocionales hasta, en el otro extremo, personas que no consiguen  adaptarse a la vida social. El hecho de que haya múltiples trastornos emocionales también implica que haya diferentes éxitos terapéuticos. En realidad, es imposible un objetivo estándar para todos. Cada paciente llega hasta donde puede llegar. La idea es ayudar al sujeto para que pueda desarrollar al máximo sus posibilidades.
El proceso de constitución y desarrollo de la mente en interacción permanente con los otros comienza en el momento de nacer, con el primer llanto, el primer beso que une al recién nacido con su madre, con su familia y con la cultura. Después, este desarrollo continuará toda la vida con las personas con las que el individuo se va relacionando. Por eso el vínculo paciente-analista, si se mantiene durante el tiempo necesario para desarrollar el proceso terapéutico, cura y puede hacerlo sin tener demasiado en cuenta la edad, porque permite al paciente reparar con el terapeuta buena parte de los daños psíquicos sufridos en la infancia, reconstruir su historia y reconstruirse a sí mismo.

¿Cómo cura la terapia psicoanalítica?

 Anna Segura Fontova, psicóloga clínica, psicoanalista. Miembro del Consejo Directivo de Ipsi, formación psicoanalítica y del Equipo clínico de iPsi, centro de atención. Docente y autora de diferentes artículos y trabajos en el ámbito psicoanalítico.

                                                                                             Anna Segura
10/21/2015

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